«Un odio en defensa propia», por FERNANDO ARAMBURU

Turismundo Nicanor II y nuestro ejemplar de Los vencejos.

Quizá el odio que yo he profesado en el curso de mi vida no haya sido de buena calidad. He odiado bastante, pero a rachas, a menudo con pereza; también, la verdad sea dicha, con placer. Nuestros legisladores actuales se han inventado un llamado 2delito de odio”. Supongo que piensan en el terrorismo y cosas así; pero ¿dónde está el límite entre la dimensión pública y la privada? Sólo faltaría que una ley aprobada en el Congreso de los Diputados me prohibiese odiar a la directora de mi instituto. Al día siguiente me encadenaría con una pancarta de protesta al carro de la Cibeles. Ahora los gobernantes se meten a regular con propósito restrictivo nuestros sentimientos como quien dicta las normas del tráfico. Da un poco de asco esta época.

El mío, salvo excepciones, ha sido un odio de rescoldo, con el fuego por dentro. Pongo en duda que mis aborrecidos supieran cuánto les odié y por qué.  A veces me vino una acometida súbita de odio en un instante de buena avenencia con ellos, incluso durante un beso en la mejilla o un abrazo. Yo me mostraba sonriente, pero por mis venas corría un torrente de hierro fundido. Me pregunto si lo mío no será más resentimiento que odio. Se trata, en todo caso, de un odio sigiloso, reflexivo, tapado. Un odio en defensa propia, conforme a la teoría de Sigmund Freud, quien consideraba que el odio se fundamente en el instinto de conservación del yo. A mí no me va eso de vociferar improperios, lanzar platos contra la pared o asestar cuchilladas.

Sinceramente, creo que debería haber odiado más a lo largo de mi vida o, en todo caso, con más brío. No es verdad que el odio empequeñezca al odiador, lo hunda moralmente o lo prive del bienestar y del sueño. Hay que distinguir entre unos odios y otros. Los hay, sin duda, que carcomen las entrañas; peor también los hay que, gobernados con discreción y sagacidad, resultan gozosos, y estos son los que yo he procurado cultivar con perseverancia, en beneficio propio.

Me tienta afirmar en estas postrimerías voluntarias de mi vida que se me ofrecieron multitud de ocasiones para odiar y las desaproveché, si bien el problema ha sido para mí tanto de cantidad como de calidad. Nunca me manejé bien con las emociones intensas. A mí las pasiones me cansan pronto, las propias y las de los demás. Algunos compañeros del instituto me atribuyen un carácter introvertido. No comprenden que a su lado me aburro y entonces, claro, uno pierde vitalidad facial y tiende, sin tan siquiera proponérselo, al ahorro de gestos y palabras.

Otra cosa que me ocurre es que yo no puedo odiar a quien no conozco. Patachula odia a muerte a un gran número de políticos, deportistas, actores e individuos famosos de ambos sexos de los que sólo tiene noticias por los medios de comunicación. Los pone a parir con rabia, deseándoles toda clase de penalidades. Yo no puedo. Para odiar como es debido necesito la presencia de mis odiados. Frase que suelta mi amigo, como esa de que no aguanta al actual presidente de Gobierno, al que nunca ha visto en persona y de quien dice que “a lo mejor, en el trato cercano, es un buen tipo”, yo no las comprendo. A mí no me va tampoco el odio abstracto del que hablaba Francisco Umbral, el odio sin motivo, el odio porque sí. Mi odio surge de un motivo tangible. Puede empezar con una mirada, quizá con un olor o una palabra, y después evoluciona hasta adaptarse a mi talla. Hay gente en España que odia a España. A mí un odio (o un amor) de estas características me quedaría ancha, se me caería por todos los costados hasta cubrirme como la funda de una campana enorme.

Fragmento de Los vencejos.

Deja un comentario