“Poimandroes”, por LAWRENCE DURRELL

Es difícil y oscuro hasta con buena luz,
desigual es la escritura y el manuscrito muy borroso,
con manchas de moscas y descoloridos por el sol.
Pero está claro que en la búsqueda de una precisión absoluta
todos los rostros y todas las frentes le fueron plácidos.
Hombre y mujer habían sido hechos semejantes, 
el cabello creciendo sin límite, frondosidad de águilas.

Él quería tocar al angélico hombre
a la conquista de la mística esposa, su sicigia.
A través suyo destelló una visión del alma
con el gran arpón en ella enterrado…
El eleusino misterio de todo el oído del trigo.

Entre la negra espina dorsal de la muerte
y la dorada espina dorsal de la vida, 
las esferas de la vana ilusión;
pobre erudito cojo él gritó:
“¡Oh inefable crisma! ¡Oh cuerno o redoma!”
La carcajada retumbó como trueno enguantado.

Con firmeza remontó todos los trasuntos y ocultos significados
del amor ideal por encontrar a su consorte.
Cuando Lais le dejó sabía que el fracaso era total.
¡Dios mío! El gran motor del cielo.

¡Dios mío! Los oscuros instructores de los cabiros.
Chillidos y chirridos de las almas como murciélagos,
la terrible cal plúmbea de sus suspiros:
grito de un alma que rompe su envoltura carnal,
mayor es el mal que lo que uno se imagina…
No recuerdo qué crítico fue el que lo tachó de excesivo.
“Al contemplar la forma idéntica a sí mismo
que en ella existía, en su verdadera Agua,
la amó y deseó vivirla;
y con el deseo vino el Acto y así al fin
le dio vida a la desnuda forma desprovista de razón”.
Pero allá en el mundo real Lais todavía
de algún modo forma parte del canon de perder.
(La fría persuasión de sus sonrisas)
Y todavía a los hombres les da manzanas marcadas en otro tiempo
con las señales de sus propios dientes blancos.

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