«Cantos de Maldoror» (fragmento), por ISIDORE DUCASSE

Un farol rojo, bandera del vicio, suspendido del extremo de un listón, balanceaba su armadura, azotada por todos los vientos, sobre una puerta maciza y carcomida. Un corredor sucio, que olía a nalga humana, daba sobre un patio, donde algunos gallos y gallinas, más flacos que sus propias alas, buscaban su comida. Sobre el muro que servía de cerco al patio, en el lado oeste, se había practicado pacientemente diversas aberturas, cerradas por ventanillas enrejadas. El musgo recubría ese cuerpo de edificio que, sin duda, había sido un convento y servia en la hora actual, con el resto del caserón, como vivienda de todas esas mujeres que muestran día a día, a los que entran, el interior de su vagina, a cambio de un poco de dinero. Yo estaba sobre un puente cuyos pilares se hundían en el agua fangosa de un foso circular. Desde su superficie elevada, contemplaba aquella construcción agobiada por la vejez en medio del campo y los más pequeños detalles de su arquitectura interior. A veces, la reja de la ventanilla se alzaba rechinando, como por el impulso ascendente de una mano que violentaba la naturaleza del hierro: un hombre asomaba la cabeza por la abertura despejada a medias, sacaba sus hombros, sobre los que caía el yeso desconchado, y, tras esa extracción, hacía salir su cuerpo cubierto de telarañas. Poniendo sus manos como una corona sobre las inmundicias de toda clase que comprimían el suelo con su peso, mientras tenía aún una pierna enganchada en los hierros retorcidos de la reja, recobraba su posición natural e iba a mojar sus manos en un balde rojo, cuya agua jabonosa había visto levantarse y caer a generaciones enteras, para alejarse después lo más aprisa posible de esas callejuelas de suburbio e ir a respirar el aire puro en el centro de la ciudad. Cuando el cliente había salido, una mujer completamente desnuda salía a su vez de la misma manera y se dirigía hacia el mismo balde. Entonces, los gallos y gallinas acudían a bandadas desde diversos puntos del patio, atraídos por el olor seminal, la tiraban al suelo, a pesar de sus vigorosos esfuerzos, pisoteaban la superficie de su cuerpo como un estercolero, y despedazaban a picotazos, hasta hacer brotar sangre, los labios fláccidos de su hinchada vagina. Las gallinas y los gallos, con el buche saciado, volvían a escarbar en la hierba del patio; la mujer, ya limpia, se levantaba, temblorosa, cubierta de heridas, como el que se despierta de una pesadilla. Dejaba caer el estropajo que había llevado para enjuagar sus piernas, y no teniendo ya necesidad del balde común, se volvía a su guardia de la misma manera que había salido, a la espera de otro cliente. ¡Ante ese espectáculo yo también quise penetrar en la casa! Iba a descender del puente cuando vi en la cornisa de un pilar esta inscripción en caracteres hebreos: «Tú, que pasas por este puente, no vayas a ese lugar. El crimen y el vicio tienen en él su morada. Un día en vano esperaron sus amigos a un muchacho que había franqueado la puerta fatal». La curiosidad se impuso sobre el temor, y al cabo de unos instantes llegué ante la ventanilla cuya reja poseía unos sólidos barrotes que se entrecruzaban estrechamente. Quise mirar al interior a través de este espeso tamiz. Al principio no pude ver nada, pero no tardé en distinguir los objetos que había en la habitación oscura, gracias a los rayos del sol que aminoraba su luz, pues pronto iba a desaparecer por el horizonte. La primera y única cosa que atrajo mi vista fue un bastón rubio, compuesto de cuernos que penetraban unos en otros. ¡Ese bastón se movía! ¡Andaba por la habitación! Sus sacudidas eran tan fuertes que el piso temblaba, y con sus dos extremos producía enormes boquetes en la pared, a semejanza de un ariete que se lanza contra la puerta de una ciudad sitiada. Sus esfuerzos eran inútiles, los muros estaba construidos con piedra tallada, y, cuando chocaba con la pared, lo veía encorvarse como una lámina de acero y rebotar como una pelota. ¡Ese bastón no era por lo tanto de madera! Noté a continuación que se enrollaba y se desenrollaba con facilidad, lo mismo que una anguila. Aunque tenía la altura de un hombre no se mantenía erguido. A veces lo intentaba y mostraba uno de sus extremos delante de la reja de la ventanilla. Daba imperiosos saltos y volvía a caer en tierra sin que pudiera vencer el obstáculo. Me puse a mirarlo cada vez con mayor atención y vi que era ¡ un cabello! Tras una gran lucha con la materia que lo rodeaba como una cárcel, fue a apoyarse en la cama que había en la habitación, con la raíz des-cansando sobre una alfombra y la punta adosada a la cabecera. Después de algunos instantes de silencio, durante los cuales oí unos sollozos entrecortados, alzó la voz y dijo así: «Mi dueño me ha olvidado en esta habitación y no viene a buscarme. Se levantó de esta cama en la que estoy apoyado, se peinó la perfumada cabellera y no se acordó más de que yo había caído al suelo. Sin embargo, si me hubiera recogido, yo no habría encontrado extraño ese sencillo acto de justicia. Me abandonó en esta habitación emparedada, después de haberse envuelto en los brazos de una mujer. ¡Y qué mujer! Las sábanas están todavía húmedas de su cálido contacto y conservan en su desorden la huella de una noche de amor…» ¡Y yo me preguntaba quién podría ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!… «Mientras la naturaleza entera dormitaba en su castidad, él se acopló con una mujer degradada, entre abrazos lascivos e impuros. Se rebajó hasta dejar que aproximara a su augusta faz unas mejillas marchitas despreciables por su habitual impudicia. El no se avergonzaba, pero yo me avergonzaba por él. Es cierto que se sentía feliz por dormir con se-mejante esposa de una noche. La mujer extrañada del aspecto majestuoso del huésped, parecía sentir voluptuosidades incomparables y le besaba en el cuello con frenesí». ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!… «Yo, durante ese tiempo, sentía que unas pústulas venenosas, cuyo número crecía en razón de su insólito ardor por los goces de la carne, rodeaban mi raíz con su hiel mortal y absorbían con sus ventosas la sustancia generatriz de mi vida. Mientras más se olvidaban ellos entre sus insensatos movimientos, más sentía yo decaer mis fuerzas. En el momento en que los deseos corporales alcanzaron el paroxismo del furor, me di cuenta de que mi raíz se retorcía sobre sí misma, como un soldado herido por una bala. Habiéndose apagado en mí la antorcha de la vida, me desprendí de su cabeza ilustre como una rama seca y caí al suelo sin rabia, sin fuerza, sin vitalidad, pero con una profunda piedad por aquel a quien pertenecía y con un eterno dolor por su voluntario extravío…» ¡ Y yo preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía… «¡Si al menos hubiera rodeado con su alma el seno inocente de una virgen! Ella hubiera sido más digna de él, y la degradación habría sido menos grande. ¡Sus labios besan esa frente cubierta de barro, que los hombres han pisoteado con su tacón lleno de polvo!… ¡Aspira con su desvergonzada nariz las emanaciones de esas dos axilas húmedas!… Vi contraerse de vergüenza la piel de esas últimas, mientras, por su lado, la nariz se negaba a esa aspiración infame. Pero ni él ni ella prestaban la menor atención a las adverten-cias solemnes de las axilas, a la repulsa lúgubre y pálida de la nariz. Ella levantaba cada vez más los brazos, y él, con mayor empuje, hundía su rostro en sus oquedades. Estaba obligado a ser cómplice de esa profanación. Estaba obligado a ser espectador de ese contorneo inaudito, a asitir a la forzada alianza de esos dos seres cuyas distintas naturalezas estaban separadas por un abismo inconmensurable…» ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡ Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!… «Cuando se sació de aspirar a esa mujer, quiso arrancarle los músculos uno a uno, pero como era una mujer, la perdonó, y prefirió hacer sufrir a un ser de su mismo sexo. Llamó, en la celda vecina, a un muchacho que había llegado a aquella casa para pasar algunos momentos de indiferencia con una de aquellas mujeres y le ordenó que viniera a colocarse a un paso de sus ojos. Hacía mucho tiempo que yo yacía en el suelo. Al no tener fuerzas para incorporarme sobre mi raíz abrasadora, no pude ver lo que hicieron. Sólo sé que apenas el muchacho estuvo al alcance de su mano, unos jirones de carne cayeron a los pies del lecho y vinieron a colo-carse a mi lado. Me contaron en voz baja que las garras de mi dueño los había arrancado de los hombros del adolescente. Éste, al cabo de algunas horas, durante las cuales había luchado contra una fuerza muy superior, se levantó del lecho y se retiró majestuosamente. Estaba literalmente desollado de los pies a la cabeza y arrastraba por las losas de la habitación su piel desprendida. Se decía que su carácter estaba lleno de bondad, que le gustaba creer que sus semejantes eran tamh6n buenos, y que por eso había accedido al deseo del distinguido extranjero que lo había llamado a su lado, pero que nunca, nunca hubiera esperado ser torturado por un verdugo. Por un verdugo semejante, añadió después de una pausa. Por último, se dirigió hacia la ventanilla, que se hundió con piedad hasta el nivel del suelo, en presencia de ese cuerpo desprovisto de epidermis. Sin abandonar su piel, que todavía podía servirle, tal vez como manto, intentó desaparecer de ese sitio peligroso, y, una vez lejos de la habitación, yo no pude ver ya si había tenido fuerzas para llegar a la puerta de salida. ¡Oh, con cuánto respeto se apartaban los gallos y gallinas, a pesar de su hambre, de ese largo rastro de sangre que empapaba la tierra!» ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!… «Entonces, aquel que hubiera debido pensar más en su dignidad y en su justicia, se incorporó penosamente sobre su codo cansado. ¡ Sólo, sombrío, asqueado y horrible!… Se vistió lentamente. Las monjas, sepultadas desde hacía siglos en las catacumbas del convento, después de haber sido despertadas de sobresalto por los ruidos de aquella horrible noche, que chocaban entre sí en una celda situada encima de las criptas, se cogieron de la mano para formar un corro fúnebre alrededor de él. Mientras él buscaba los escombros de su antiguo esplendor, y se lavaba las manos con gargajos, secándoselas a continuación en sus cabellos (es mejor lavarlas con gargajos que no lavarlas con nada, después de pasar toda una noche entre el vicio y el crimen), las monjas entonaron las plegarias de lamento por los muertos cuando alguien es bajado a la tumba. En efecto, el muchacho no debía sobrevivir a ese suplicio ejecutado sobre él por una mano divina, y su agonía terminó durante el canto de las monjas…» Me acordé de la inscripción del pilar, y comprendí lo que había sucedido con el púber soñador que todavía esperaban sus amigos todos los días desde el momento de su desaparición… ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!… «Los muros se separaron para dejarlo pasar; las monjas, viéndole emprender el vuelo por los aires con alas que hasta entonces había ocultado entre sus ropas esmeralda, volvieron a introducirse en silencio bajo la lápida de la tumba. Él partió hacia su celestial morada, dejándome aquí, lo que no es justo. Los demás cabellos continúan en su cabeza, y yo yazgo en esta habitación lúgubre, sobre el suelo cubierto de sangre coagulada y jirones de carne seca; esta habitación ha quedado condenada desde que él penetró en ella; nadie entra ya, y por lo tanto yo sigo aquí encerrado. ¡Todo se acabó! Ya no volveré a ver las legiones de ángeles marchar formando densas falanges, ni a los astros pasearse por los jardines de la armonía. Bien, sea… sabré soportar mi desgracia con resignación. Pero no dejaré de decir a los hombres lo que ha sucedido en esta celda. Le daré permiso para rechazar su dignidad, como un vestido inútil, puesto que tienen el ejemplo de mi dueño; le aconsejaré que chupen la verga del crimen, puesto que otro ya lo ha hecho…» El cabello se calló… ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!… Muy pronto estalló el trueno y un destello fosfórico penetró en la habitación. Retrocedí, a pesar mío, por no sé qué instinto de advertencia, y, aunque estaba alejado de la ventanilla, percibí otra voz, pero lenta y baja por temor de que se le oyera: «¡No des esos saltos! ¡Cállate… cállate… si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos, pero deja primero que el sol se duerma en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos… no te he olvidado, pero te hubieran visto salir, y yo me hubiera visto comprometido. ¡Oh, si supieras como he sufrido desde aquel momento! De regreso al cielo, mis arcángeles me rodearon con curiosidad; no quisieron preguntarme el motivo de mi ausencia. Ellos, que no se habían atrevido nunca a levantar la vista sobre mí, esforzándose por descifrar el enigma, echaban miradas estupefactas a mi rostro abatido, aunque no percibían el fondo del misterio, y se comunicaban en voz baja pensamientos que dudaban de algún cambio desacostumbrado en mí. Derramaban silenciosas lágrimas; vagamente sentían que yo no era ya el mismo, que me había vuelto inferior a mi identidad. Hubiesen querido conocer qué funesta resolución me había hecho franquear las fronteras del cielo, para luego bajar a la tierra y gozar de las voluptuosidades efímeras que ellos mismos despreciaban profundamente. Notaron en mi frente una gota de esperma, una gota de sangre. ¡ La primera había saltado desde las nalgas de la cortesana! ¡La segunda había saltado desde las venas de los mártires! ¡ Odiosos estigmas! ¡ Rosetones inquebrantables! Mis ángeles encontraron, colgados en los matorrales del espacio, los restos resplandecientes de mi túnica de ópalo que flotaban sobre los pueblos atónicos. No pudieron reconstruirla, y mi cuerpo permanece desnudo ante su inocencia, memorable castigo por la virtud abandonada. Mira los surcos que se han trazado un lecho en mis descoloridas mejillas: son la gota de esperma y la gota de sangre que se filtran lentamente a lo largo de mis secas arrugas. Llegadas al labio superior, hacen un esfuerzo inmenso y penetran en el santuario de mi boca, atraídas como por un imán, por las fauces irresistibles. Me ahogan esas dos gotas implacables. Yo, hasta ahora, me había creído el Todopoderoso, pero no, tengo que bajar la cabeza ante el remordimiento que me grita: ¡Sólo eres un miserable! ¡No des esos saltos! ¡Cállate, cállate… si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos, pero deja primero que el sol se duerma en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos… Vi a Satán, el gran enemigo, recomponer el enredo óseo del esqueleto, por encima de su letargo de larva, y de pie, triunfante, sublime, arengar a sus tropas reunidas, y, como me merezco, hacer que se burlaran de mí. Dijo que se asombraba mucho de que su orgulloso rival, sorprendido en flagrante delito por el éxito, al fin realizado, de un espionaje perpetuo, hubiera podido rebajarse hasta el punto de besar el vestido de la corrupción humana, tras un largo viaje a través de los arrecifes del éter, y hacer peligrar entre sufrimientos a un miembro de la humanidad. Dijo que ese muchacho, triturado en el engranaje de mis refinados suplicios, acaso hubiera llegado a ser una inteligencia genial y consolar así a los hombres en esta tierra por medio de admirable cánticos de poesía y de ánimo contra los golpes del infortunio. Dijo que las monjas del convento-lupanar no pueden recobrar el sueño, vagan por el patio, gesticulando como autómatas, aplastando con el pie los ranúnculos y las lilas, se han vuelto locas de indignación, pero no lo bastante como para no recordar la causa que engendra esa en-fermedad de su cerebro… (Vedlas ahí avanzar revestidas de un blanco sudario, sin hablar, cogidas de la mano. Sus cabellos caen en desorden sobre los hombros desnudos, y llevan un ramillete de flores negras inclinado sobre el seno. Monjas, volved a vuestras criptas, aún no ha llegado del todo la noche, sólo es el crepúsculo de la tarde… ¡Oh cabello, lo ves tú mismo, desde todos lados me asalta el desatado sentimiento de mi depravación!) Dijo que el Creador, que se vanagloriaba de ser la Providencia de todo lo que existe, se ha conducido con mucha ligereza, por no decir otra cosa, al ofrecer un espectáculo semejante a los mundos estelares, y afirmó claramente su deseo de ir a relatar a los planetas orbiculares cómo mantengo, con mi propio ejemplo, la virtud y la bondad en la vastedad de mis reinos. Dijo que la gran estima que sentía por un enemigo tan noble, se había desvanecido de su imaginación, y que prefería llevar la mano al seno de una muchacha, aunque éste fuera un acto de execrable maldad, antes que esculpir sobre mi rostro, recubierto de tres capas de sangre y esperma mezclados, a fin de no ensuciar su baboso gargajo. Dijo que se consideraba, con justo título, superior a mí, no por el vicio, sino por la virtud y el pudor; no por el crimen, sino por la justicia. Dijo que habría que arrastrarme por el lodo, a causa de mis innumerables faltas; hacerme quemar a fuego lento en un brasero encendido, para arrojarme luego al mar, siempre que el mar quisiera recibirme. Que, puesto que me vanagloriaba de ser justo, yo, que lo había condenado a las penas eternas por una ligera rebeldía que no había tenido consecuencias graves, debía dictar una justicia severa contra mí mismo, y juzgar imparcialmente mi conciencia cargada de iniquidades… ¡No des esos saltos! ¡Cállate… cállate… si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos, pero deja primero que el sol se duerma en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos…» Se detuvo un instante, y aunque no lo viese, comprendí, por esa parada necesaria, que una oleada de emoción levantaba su pecho igual que un ciclón giratorio levanta a una familia de ballenas. ¡ Pecho divino un día manchado por el amargo contacto de las tetas de una mujer impúdica! ¡Alma regia entregada en un momento de olvido al cangrejo del libertinaje, al pulpo de la debilidad de carácter, al tiburón de la abyección individual, a la boa de la inmoralidad, y al caracol monstruoso de la idiotez! El cabello y su dueño se abrazaron estrechamente como dos amigos que se vuelven a ver después de una larga ausencia. El Creador prosiguió, como un acusado que reaparece ante su propio tribunal: «Y los hombres, ¡qué pensarán de mí, ellos que tenían una opinión tan elevada, cuando lleguen a saber los yerros de mi conducta, la marcha vacilante de mi sandalia por los laberintos fangosos de la materia, y la dirección de mi ruta tenebrosa a través de las aguas estancadas y de los húmedos juncos de la charca donde, envuelto en niebla, azulea y ruge el crimen de pata sombría!… Comprendo que es preciso que en el futuro trabaje mucho en mi rehabilitación, a fin de reconquistar su estima. Soy el Gran Todo, y sin embargo, por un lado, permanezco inferior a los hombres que he creado con un poco de arena! Cuéntale una mentira audaz y diles que nunca he salido del cielo, donde estoy constantemente encerrado con las preocupaciones del trono, entre los mármoles, las estátuas y los mosaicos de mi palacio. Me presenté ante los hijos celestiales de la humanidad y les dije: ‘Arrojad el mal de vuestras chozas y dejad que entre en vuestro hogar el manto del bien. Aquel que lleve la mano sobre uno de sus semejantes, haciéndole en el seno una herida mortal con el hierro homicida, que no espere lós efectos de mi misericordia y que tema los balances de la justicia. Irá a ocultar su tristeza en los bosques, pero el murmullo de las hojas a través de los calveros cantará en sus oídos la balada del remordimiento, y huirá de esos parajes pinchado en la cadera por la zarza, el espino y el cardo azul, entorpecidos sus rápidos pasos por la flexibilidad de las lianas y las mordeduras de los escorpiones. Se dirigirá hacia los guijarros de la playa, pero la marea ascendente, con sus salpicaduras y su aproximación peligrosa, le contará que no ignora su pasado y se precipitará en su ciega carrera hacia la cima del acantilado, mientras los vientos estridentes del equinoccio, al penetrar en las grutas naturales del golfo y en las canteras excavadas en la muralla de las rocas resonantes, mugirán como las inmensas manadas de búfalos en las pampas. Los faros de la costa lo perseguirán con sus destellos sarcásticos hasta los límites del septentrión y los fuegos fatuos de las marismas, simples vapores en combustión, con sus danzas fantásticas, harán estremecer los pelos de sus poros y verdecer el iris de sus ojos. Que el pudor asiente en vuestras cabañas y esté seguro a la sombra de vuestros campos. De esa manera vuestros hijos serán hermosos y se inclinarán ante sus padres con reconocimiento; si no, enfermizos y encogidos como el pergamino de las bibliotecas, avanzarán a grandes pasos, conducidos por la rebeldía, contra el día de su nacimiento y el clítoris de su madre impura’. ¿Cómo los hombres van a obedecer a esas leyes severas, si es el legislador mismo cl primero que se niega a ceñirse a ellas?… ¡Y mi vergüenza es inmensa como la eternidad!» Oí al cabello que le perdonaba humildemente su secuestro, puesto que su dueño había procedido con prudencia y no con ligereza, y el último pálido rayo de sol que iluminaba mis párpados se retiró de los barrancos de la montaña. Vuelto hacia él, le vi plegarse como un sudario… ¡No des esos saltos! ¡Cállate… cállate… si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos. Y ahora que el sol ya se ha ocultado en el horizonte, viejo cínico y cabello afable, arrastraos los dos muy lejos del lupanar, mientras la noche, extendiendo su sombra sobre el convento, encubre el alargamiento de vuestros pasos furtivos por la llanura… Entonces, el piojo, saliendo súbitamente de detrás de un promontorio, me dijo, erizando sus garras: «¿Qué piensas tú de esto?» Pero yo no quise responderle. Me alejé de allí y llegué al puente. Borré la inscripción que había y la reemplacé por esta: «Doloroso es guardar, como un puñal, un secreto en el corazón, pero juro no revelar jamás aquello de lo que fui testigo cuando penetré por primera vez en ese temible torreón». Arrojé por encima del barandal el cortaplumas que me había servido para grabar las letras, y, haciendo algunas rápidas reflexiones sobre el carácter del Creador que chocheaba, el cual, ¡ay!, debía aún durante mucho tiempo hacer sufrir a la humanidad (la eternidad es larga), sea por las crueldades ejercidas, sea por el espectáculo innoble de los chancros que ocasiona un gran vicio, cerré los ojos, como un hombre ebrio, ante el pensamiento de tener a semejante ser por enemigo, y proseguir con tristeza mi camino, a través del dédalo de calles.

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